ELÍAS HABLA A LAS FAMILIAS
ELÍAS HABLA A LAS FAMILIAS
"A la verdad, Elías viene primero,
y restaurará todas las cosas" (Mat. 17:11).
La escena sucede unos nueve siglos antes de Cristo. La sequía y la hambruna se apoderan de la tierra. Casi todo el ganado está muerto. Miles de niños mueren de desnutrición y hambre. El rey Acab y su corte suben por la asoleada falda del Monte Carmelo. Cuatrocientos cincuenta profetas de Baal ocupan su lugar alrededor del altar de su dios. Muy cerca, detrás de ellos, debajo de los árboles ahora sin hojas de su bosquecillo, hay cuatrocientos profetas de Asera, rodeando la estatua sagrada de madera de su diosa de la fertilidad.
Enfrentando a esta impresionante comitiva hay un solo hombre, sencillamente vestido, de facciones rústicas. Su nombre, Elías, puesto por padres desconocidos de la provincia oriental de Galaad, significa "Jehová es mi Dios". Está de pie al lado de un derrumbado altar de doce piedras, donde años antes las familias acostumbraban adorar, antes que los altares de Baal se hicieran tan populares.
Elías habla, y su voz llega hasta los millares de Israel que se han congregado entre los riscos y en el valle más abajo. "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él" (‘ Rey. 18:21). La palabra Baal significa "señor". La religión de Baal, corrupta por la inmoralidad, por la embriaguez, por la grosera idolatría, negaba todo lo que Jehová ordenaba.
Los sacerdotes paganos construyeron un altar a Baal, y comienza una ceremonia impresionante y sofisticada. Pronuncian hermosas palabras a las que le siguen extáticos rituales. Nadie podría cuestionar que los devotos de Baal creen en su dios. En efecto, están dispuestos a derramar su propia sangre para probarlo. Pero, ¡no hay fuego, no hay poder!
¿No es acaso eso lo que ocurre cuando uno adora a otros dioses, aún a los dioses populares del siglo veinte? El hombre es una criatura adoradora. Siempre está adorando a alguien o al algo. Si no es al Dios verdadero, encontrará un sustituto, quizás él mismo.
Luego de una seis horas de invocar a Baal, saltando sobre el altar, y cortándose con cuchillos, el silencio desciende sobre la montaña. Los profetas de Baal están afónicos, sangrando y agotados. Todavía no hay fuego, no hay señal de que su dios los esté escuchando. Se retiran de la competencia.
A la hora del sacrificio vespertino, Elías se adelanta. Al observar a la mayor parte de los israelitas, sus ojos parecen penetrar sus almas. Lee en sus rostros las trágicas historias de los que buscaron la felicidad en otros altares, que adoraron el dinero, la lujuria, el prestigio, el placer. Ve los brazos sin hijos de las madres que sacrificaron ante dioses paganos las vidas de sus hijos a cambio de una "buena vida", según pensaban. Sus ojos se encuentran con los de los matrimonios rotos y los corazones rotos que llenan el país por todas partes.
Su gran corazón está lleno de amor por este pueblo engañado. Extiende sus brazos, invitándolos a acercarse a él. "Y todo el pueblo se le acercó; y él arregló el altar de Jehová que estaba arruinado" (v. 30). El camino de vuelta a Dios comienza siempre con la reparación del altar abandonado. Elías no construye un altar de la manera que quiere o se le ocurre, lo construye de acuerdo con las instrucciones que Dios mismo había dado cientos de años antes. Y erige el "altar en el nombre de Jehová" (v. 32). La depravación moral del pueblo, la desenfrenada desconsideración por los demás, el quebrantamiento de los mandamientos, se produce porque el pueblo no ha buscado a Dios como su primera prioridad, no ha buscado una amistad con Él. Exactamente donde había comenzado la ruina, comienza Elías el retorno.
¿No le parece que ahora es el momento de atender el mensaje de Elías y reconstruir el altar familiar para que se produzca una armonía de los corazones dentro del hogar?
Reconstruyamos el altar familiar entre los adventistas del séptimo día
En alarmante proporción, los adventistas del séptimo día se están pareciendo mucho al mundo que los rodea. Las vidas de miles de ellos testifican que su credo no verbalizado es "Seamos como las naciones, como las demás familias de la tierra" (Eze. 20:32).
La única salida a este problema es el culto, el culto inteligente. El apóstol Pablo nos hace una llamada de clarín:
"Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta" (Rom. 12:1, 2).
¿Cuántos hogares adventistas del séptimo día están adorando a Dios inteligentemente, con un altar familiar regular, remodelando sus mentes y sus costumbres desde adentro? Un estudio publicado en la Adventist Review (Revista Adventista) del 21 de abril de 1983, descubrió que de los 8.223 hogares adventistas encuestados, el 28 por ciento "siempre" hacía un culto diario, y otro 20,3 por ciento "generalmente" hacía el culto familiar. Los miembros de las familias donde se realizaba el culto eran significativamente diferentes en comparación con los que no tenían culto familiar, en lo que se refiere al estudio personal de la Biblia y de los escritos de Elena G. de White, en la seguridad de estar bien con Dios, en una testificación exitosa, y en la actitud positiva hacia su iglesia local. Nadie sabe cuántos hogares adventistas realizan regularmente el culto matutino y el culto vespertino. Sólo podemos conjeturar que el porcentaje de los que realizan dos cultos por día sería considerablemente menor, y que los beneficios potenciales de este grupo serían considerablemente mayores.
La siguiente pregunta que necesitamos hacernos es ¿cuántas familias encuentran fortaleza espiritual, y compañerismo con Dios y unos con otros, al tener la experiencia de realizar el culto familiar? Tememos que, para algunas de las familias que realizan su culto familiar diariamente, el culto sea apenas una forma y que en algunos casos, ni los hijos ni los padres encuentren en él una verdadera fuente de poder para enfrentar con éxito los múltiples problemas que acosan la armonía familiar y sus propósitos como grupo.
¿Piensan los adventistas del séptimo día que el culto familiar es importante? ¡Sí, definidamente! Pero tienen problemas. Nosotros hemos tomado el pulso de sus preocupaciones al dictar seminarios para matrimonios y familias en varios países. Un grupo de parejas jóvenes, con cuatro a seis meses de casados, mencionaron el "culto familiar" como su problema principal Las parejas piden ayuda: "No estamos haciendo el culto, pero sabemos que deberíamos hacerlo. ¿Cómo podemos empezar?" Los pastores y sus esposas dicen: "Queremos realizar dos cultos diarios, pero sinceramente, estamos demasiado ocupados para hacer el culto familiar". Algunas esposas informan: "Mi esposo tiene tiempo para orar con todos, menos conmigo". Las madres dicen: "Tengo que dirigir yo misma el culto en mi hogar porque mi esposo no acepta ser el sacerdote de la familia". Los padres se quejan: "Se me acabaron las ideas para el culto, ¿qué hay de nuevo?"
La mayoría de nosotros nos damos cuenta que Cristo tiene que ser el centro de nuestros hogares. Hemos escuchado durante años que un hogar es como una rueda con Cristo en el centro, y que los miembros de la familia son como los rayos de esa rueda. Cuanto más cerca estemos de Cristo, del centro, más cerca estaremos unos de otros. Todos creemos esto. El problema está en la implementación, en cómo hacerlo. Tenemos alguna vaga idea de que para poner a Cristo en el centro de nuestros hogares, necesitamos tener cultos familiares. Pero cuando intentamos hacerlo, descubrimos que, a menudo, el culto se convierte en una carga, en lugar de ser una delicia, y nos desanimamos. En consecuencia, muchos hogares se han dado por vencidos en cuanto a la realización del culto familiar. No parece funcionar.
Una de las cosas más grandes que podríamos hacer por el hogar hoy en día, aún por el hogar adventista, es reconstruir y revitalizar el altar familiar. Elena G. de White dice: "Si hubo tiempo en el que cada casa debiera ser una casa de oración, es ahora. Predominan la incredulidad y el escepticismo. Abunda la inmoralidad... Sin embargo, en esta época tan peligrosa, algunos de los que se llaman cristianos no celebran el culto de familia. No honran a Dios en su casa, ni enseñan a sus hijos a amarle y temerle" (La Conducción del Niño, p. 489). Y nuevamente nos dice:
"Los padres y las madres deberían elevar sus corazones a menudo hacia Dios para suplicar humildemente por ellos mismos y por sus hijos. Que el padre, como sacerdote de la familia, ponga sobre el altar de Dios el sacrificio de la mañana y de la noche, mientras la esposa y los niños se le unen en oración y alabanza. Jesús se complace en morar en un hogar tal" (Patriarcas y Profetas, p. 140).
Elena G. de White no consideraba la oración familiar como algo optativo, como algo bueno, si uno tiene tiempo para ello. Observen cuán firmemente habla sobre esto: "No conozco nada que me cause mayor tristeza que un hogar donde no se ora. No me siento segura en una casa tal por una sola noche, y si no fuera por la esperanza de ayudar a los padres para que comprendan su necesidad y su triste descuido, no me quedaría" (Signs of the Times [Señales de los Tiempos], 7 de agosto de 1884).
¿QUÉ OCURRIRÁ CUANDO LOS ALTARES SEAN RECONSTRUIDOS?
La escena que sigue luego de la reconstrucción del altar sobre el monte Carmelo es una de las más dramáticas de la historia bíblica. Elías ofrece una oración. No algo florido o complicado, dura alrededor de treinta segundos. Imagine al profeta arrodillado al lado del altar, con los brazos extendidos. Suplica que los méritos de la sangre cubran los pecados del pueblo. "Cuando llegó la hora de ofrecerse el holocausto, se acercó el profeta Elías y dijo: Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel... Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos" (I Rey. 18:36, 37).
"Entonces cayó fuego de Jehová". Lo maravilloso de esta historia es que el fuego, en lugar de caer sobre el pueblo pecador, cayó sobre una víctima inocente. La sangre derramada de Jesús reclamada en ese altar cubrió a los pecadores y permitió que los penitentes respondieran: "!Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!"
Hoy en día el altar de la televisión ha desplazado al altar familiar en millones de hogares. Los padres se preguntan por qué no encuentran fuego ni poder en sus vidas espirituales, por qué la tentación vence tan fácilmente a sus hijos. Los padres deben darse cuenta de los peligros que enfrentan sus hijos. Necesitamos reclamar la victoria para nuestra familia, victoria que está a nuestra disposición por medio de la sangre de Cristo. Ángeles ministradores guardarán a nuestros hijos cuando los hayamos dedicado así a Dios.
El fuego de Dios, que es el fuego que consagra, caerá sobre los hijos dedicados, y la lluvia tardía caerá sobre las familias adoradoras. Entonces todos sabrán que Jehová es Dios, y que no hay ningún otro. Y recuerde, todo comienza con un padre y una madre que reparan "el altar de Jehová que estaba arruinado".
Cuando los miembros de la familia se reúnen aquí en la tierra alrededor de su altar, entran por la fe en el lugar Santísimo de los cielos, donde reclaman los méritos de su gran Sumo Sacerdote y derraman su alabanza y sus peticiones delante del trono de la gracia. Dios está midiendo nuestras devociones personales y familiares. "Entonces me fue dada una caña semejante a una vara de medir, y se me dijo: Levántate, y mide el templo de Dios, y el altar, y a los que adoran en él" (Apoc. 11:1).
Ha llegado la hora del juicio de Dios (véase Apoc. 14:7). Necesitamos estar, al mismo tiempo que Jesús ministra los beneficios de su expiación, en contacto diario con los asuntos cósmicos que nos rodean. Mientras el Mensajero del pacto ministra por nosotros en el cielo, el otro mensajero, el primero mencionado en Malaquías 3:1, debe hacer su obra aquí en la tierra: "el cual preparará el camino delante de mí". Isaías dijo: "Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios... y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane. Y se manifestará la gloria de Jehová" (cap. 40:3-5).
No significa que iba a aparecer Elías redivivo. Juan el Bautista negó ser la reencarnación de ese profeta. Pero llevó a cabo una gran obra "con el espíritu y el poder de Elías" (Luc. 1:17), restaurando todas las cosas, y preparando el camino para la primera venida de Cristo.
Ahora, al final de la era, "antes que llegue el día grande y terrible de Jehová", debe hacerse una gran obra. No reaparecerá Elías en persona. Quienes así lo esperan se chasquearán tanto como los judíos literalistas que rechazaron a Juan. Pero se presenta un mensaje profético proclamado "con el espíritu y el poder de Elías". Su propósito será restaurar todas las cosas, devolviéndole a cada institución estropeada por el pecado, su prístina belleza. Todo estará arreglado en las vidas de los elegidos por Dios como un testimonio de su gloria: el matrimonio, la familia, el sábado. Cada una de esas instituciones ocupará el lugar y cumplirá la función que Dios le había designado.
"Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar" (Isa. 58:12).
El pueblo de Dios restaurará la brecha, tanto en el mandamiento del sábado como en el de la familia. Pondrán nuevamente en su lugar los dos hermosos regalos confiados al hombre en el Edén como joyas de Dios en su joyero.
El pecado, que básicamente es el rompimiento de relaciones, será puesto de lado bajo este poderoso mensaje, se restaurará la unidad del matrimonio, los hijos y los padres alejados se acercarán, y los corazones rotos serán sanados.
"He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de os hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición" (Mal. 4:5, 6). Cuando nuestros corazones se vuelvan hacia Dios, estarán en armonía con Él y con todos los que nos rodean.
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