EL QUE AMA DA LO MEJOR
EL QUE AMA DA LO MEJOR
INTRODUCCION
Un niño se sentó a la mesa para comer, y antes de que su mamá lo viera, comenzó a cortar trozos de carne blanca de la gallina, y logró apartar un buen montón. La madre le descubrió y le dijo: "¿Qué vas a hacer con esa carne?" "Nada" dijo el niño avergonzado; "Ninguna cosa mala. Sólo quise reunir una buena parte para mi perro Blanqui".
"Pues, no" le dijo la mamá. "Tú come lo tuyo y yo me encargaré del perro". Al terminarse la comida, la madre recogió las sobras, los huesecillos y demás desechos que halló en los platos, y se los dio al niño para que los llevase al perro.
En el patio, el pequeño llamó a su perro Blanqui y le entregó la comida diciendo con gran tristeza: "yo te había preparado una ofrenda pero mi mamá te manda esta colecta".
Cada uno de los que hayamos contribuido alguna vez con algo que consideremos como una causa digna y honorable, nos hemos hecho la siguiente pregunta: "¿Cuánto debo dar?" Todo el que ha puesto alguna vez cualquier cosa en un platillo de ofrenda se ha hecho la pregunta: "¿Qué debo depositar allí?" O "¡Qué debo darle a Dios y a la iglesia?" Cuando nos ponemos a pensar seriamente en la pregunta de qué y cuánto dar a Dios, descubriremos que constituyen las preguntas centrales y más fundamentales de nuestras vidas. Estas no son preguntas nuevas, sino que se remontan hasta el amanecer de la creación.
QUE Y CUANTO AL PRINCIPIO
Las preguntas con respecto a qué y cuánto dar a Dios fueron las primeras preguntas que Adán y Eva, no supieron contestar. Los primeros seres creados por Dios fueron puestos en el jardín del Edén en un estado de preocupaciones y trabajo, pecado y sufrimiento, deuda y muerte. Dios le dijo a Adán y a Eva que tenían libre acceso a todo lo que veían y querían, con la excepción del fruto del árbol del bien y del mal. La primera pregunta que debían responder Adán y Eva era cuánta obediencia estaban dispuestos a darle a Dios. Eligieron no dar su obediencia total y obtuvieron resultados fatales, perdieron el Paraíso. Perdieron esa tranquilidad ideal que nosotros, como humanos, hemos estado tratando de recuperar desde aquel día fatal cuando nuestros primeros padres eligieron darle a Dios menos de lo que debían.
Tal como lo indica Génesis 4:1-5, las preguntas de qué y cuánto debemos devolver a Dios resultaron ser las dos decisiones fundamentales que tuvieron que tomar los hijos mayores de Adán y Eva, que se llamaban Caín y Abel. Aunque no lo sabían en ese momento, estas eran las preguntas sobre las cuales penderían sus futuros y girarían sus destinos. Caín, el mayor de los dos, se convirtió en granjero, mientras Abel, llegó a ser pastor de ovejas. Al pasar el tiempo, estos dos jóvenes, como sus padres antes de ellos y cada uno de nosotros después de ellos, tenían que responder a la pregunta: ¿Qué y cuánto debo dar a Dios? La ocasión en que surge la pregunta es cuando hay que presentar una ofrenda del fruto de sus manos a Dios. Caín trajo una ofrenda del fruto de la tierra, y Abel trajo los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas.
La Biblia nos dice que el Señor miró con agrado a la ofrenda de Abel, pero no la de Caín. Naturalmente, surge la pregunta de por qué la ofrenda de Abel fue mejor recibida que la de Caín. El espíritu de profecía en el libro Historia de los Patriarcas y Profetas a partir de la página 58 explica el caso de estos hombre. Ambos conocían que las ofrendas eran un medio para expresar su gratitud a Dios, pero también su conformidad y dependencia del plan de Dios para ser salvos. Se les había indicado que para perdonarles sus pecados sería necesario el derramamiento de la sangre del hijo de Dios y de esta manera sabían que sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Se les había instruido para que al ofrendar presentaran las primicias del ganado para mostrar su dependencia del plan divino. También estaba permitido traer frutos de la tierra como ofrenda de gratitud a Dios.
Es interesante notar que los elementos que Dios escogió para el acto de ofrendar estaban completamente al alcance de los que debían traer la ofrenda. Si analizamos la forma en que Dios nos trata, nos damos cuenta que nunca pide de nosotros nada que no podamos dar o hacer. Es justamente aquello con lo que contamos que debemos traer a Dios, el nunca nos juzgaría por aquello que no tenemos. No obstante que podamos traer a Dios de lo que producimos no anula el plan divino con relación a la forma en que lo traemos. La Biblia es clara al enseñar que el señor no sólo espera que demos pero también que demos lo mejor y siempre conforme a su plan.
Abel presentó su ofrenda conforme a lo que Dios había mandado y por lo tanto recibió la inmediata aprobación del cielo. Contrario a esto Caín sólo trajo la ofrenda consistente en los frutos de la tierra y no así aquella que demostraba su fe en los méritos del salvador que fue prometido a sus padres y debido a esto Dios no miró con agrado a Caín y a su ofrenda. Caín pensó que lo producido por él era suficiente para traer delante de Dios; el señor le mostró que lo que pueda hacer el hombre por mucho que sea siempre necesitará de los méritos de Cristo para fines de la salvación. Así como los frutos traídos por Caín no podían sustituir el cordero que representaba a Cristo, hoy día el dar ofrendas y el devolver diezmos no sustituyen la fe en Cristo para salvación.
En adición a todo esto cuando usted lee Génesis 4:1-5, usted nota que la Biblia hace énfasis en mostrar que Abel trajo de sus primogénitos los más gordos, es como si quisiera decir lo mejor de lo mejor para su Dios. Pero en el caso de Caín sólo se lee que trajo los frutos de la tierra. (Génesis 4:3-4) Estos textos dan lugar a pensar que la diferencia entre la ofrenda de Caín y Abel podía estar relacionado con el aspecto calidad de la ofrenda. Nótese que de Abel no tenemos duda que trajo lo mejor que tenía, pero de Caín está la posibilidad de que hubiese traído frutos que no representaban lo mejor de su cosecha. Después de todo el espíritu de profecía dice que el corazón de este hombre ya había nacido la rebelión y la crítica contra Dios. De hecho, si se atrevió a cambiar el plan de Dios al ofrendar, es evidente que se trataba de un hombre que no se deleitaba en obedecer y amar a Dios.
En la experiencia de Abel y Caín aprendemos que Dios sólo aceptará aquella ofrenda que sea dada con el corazón más que con las manos, y que refleje apego irrestricto al plan establecido por El. Por otro lado, si bien es cierto que Dios acepta el fruto de nuestras manos, también es cierto que Él espera que le demos siempre lo mejor de lo que tenemos. La gran diferencia entre Abel y Caín estriba en que el primero era feliz obedeciendo a su Dios y lo amaba lo suficiente como para darle lo mejor de lo mejor. La ofrenda de Caín fue dada con las manos pero no con el corazón. La de Abel fue una ofrenda que involucraba sacrificio, entrega, generosidad y un verdadero sentido de preocupación y deseos de compartir. Abel no ofreció a las más flacas, cojas, débiles o más viejas de sus ovejas, sino a los primogénitos. Abel ofreció de lo que tenía en alta estima y lo que era precioso ante sus ojos, lo mejor de su rebaño, las más gordas de sus ovejas.
EL AMOR SIEMPRE DA LO MEJOR
No importa cual sea la razón, proyecto, institución o persona, siempre damos lo mejor de nosotros cuando nos interesa. Podemos dar sin amar, pero no podemos amar sin dar. Muchas veces, nuestra dadivosidad tiene poco que ver con el amor. A veces damos por un sentido de obligación o deber. Damos, no porque queremos, sino porque se espera que lo hagamos. No estamos entregados al señor, sino a nuestra posición o cargo, nuestro trabajo, nuestra responsabilidad y nuestra imagen. Por lo tanto, damos porque ese es el precio que debemos pagar para realizar nuestra función. A veces damos por temor. Algunas personas dan porque temen que, si no lo hacen, Dios retirará sus bendiciones. Algunas personas creen que si no dan, empezarán a tener mala suerte o lo que sea. Como cristianos, no creemos en la suerte; creemos en Dios. El acto de dar no constituye una póliza de seguros en la que invertimos como un seguro contra las dificultades. No damos porque estamos tratando de mantener una supuesta racha de buena suerte. No damos porque estamos tratando de asegurar las bendiciones o el favor de Dios. En primer lugar, el favor de Dios no está a la venta. En segundo lugar, aunque estuviera a la venta, no tendríamos suficiente dinero para comprarlo. No, no damos porque tratamos de comprar a Dios, sino porque amamos a Dios y lo amamos lo suficiente para darle lo mejor de nosotros.
A veces damos porque esperamos recibir algo a cambio. Creemos que si nos ocupamos de Dios, entonces Dios se ocupará de nosotros. Creemos que si damos a Dios entonces Dios nos dará sus bendiciones. Aunque esto es cierto, nuestra razón principal para dar no debería ser que al darle a Dios estamos invirtiendo en algo que paga grandes dividendos y beneficios. Dios y la iglesia no son inversiones de negocios en los que depositamos dinero para obtener ganancias. Nuestra motivación para dar no debería ser un deseo egoísta de recibir a cambio algo más grande que lo que hemos dado. Aunque Dios nos bendiga en la forma que deseamos o no, siempre deberíamos dar. Damos, no por lo que esperamos a cambio, sino porque amamos a Dios y porque le amamos lo suficiente como para darle lo mejor de nosotros.
Abel tuvo suficiente amor como para dar lo mejor. No sólo dio los primogénitos de su rebaño, sino que también los más gordos, que se consideraban las mejores porciones para sacrificios. Abel tuvo suficiente amor como para dar a Dios lo mejor entre lo mejor que tenía. Dio a Dios suficiente de sus mejores recursos.
ADEMAS DE QUE, ¿CUANTO?
Ya sabemos qué dar, LO MEJOR. Ahora debemos preguntarnos cuánto de lo mejor debemos dar. Cuando la Biblia habla de dar, se refiere a diezmos y ofrendas. No menciona viajes, cenas, rifas, concursos, ventas o bonos, sino diezmos y ofrendas. En la Biblia, Dios pide a las personas que den un mínimo de 10 por ciento de todo lo que reciben. La palabra diezmo significa un décimo. Por lo tanto, algunas personas que dan regularmente consideran que diezman bien. Aunque la benevolencia regular y sistemática es un buen principio de la mayordomía, no necesariamente implica diezmar. En realidad, diezmar significa apartar una décima parte y, a menos que uno esté dando por lo menos una décima parte, no está diezmando.
En la Biblia, el primer 10% de los ingresos de una persona, sin importar lo que fuera y cómo llegara, se apartaba para el diezmo del Señor y se consideraba sagrado. Levítico 27:30 nos dice: "Y el diezmo de la tierra, así de la simiente de la tierra como del fruto de los árboles, de Jehová es; es cosa dedicada a Jehová". En vista de que se creía que el 10% de todo pertenecía al Señor de todas formas, uno no empezaba a dar una ofrenda hasta sobrepasar el 10%. Por lo tanto, a la luz de la Biblia, el diezmo consistía en el 10% y era lo mínimo que un individuo podía dar a Dios. El diezmo era del Señor y se apartaba y se consideraba sagrado.
La ofrenda era lo que se daba después del diezmo. Algunos de nosotros pensamos que el diezmo es lo máximo y que una vez entregado el diezmo, ya hemos dado todo. Pero el diezmo no constituye el máximo; es el mínimo. Por eso la Biblia habla de diezmos y ofrendas. Lo que algunos de nosotros llamamos ofrendas, realmente no son ofrendas, ya que la mayoría ni siquiera damos los diezmos básicos, de los cuales la ofrenda viene a ser una extensión.
PRIMERO SE AMA, LUEGO SE DA
Algunos catalogarían el concepto bíblico de la dadivosidad como rígido, difícil y exigente. La cantidad de dinero que la Biblia considera que debe darse como mínimo, podría parecer demasiado para algunos. Para otros, podría parecer un gran sacrificio. Sin embargo, si realmente amamos, entonces ninguna cantidad parece demasiado y ningún sacrificio parece muy grande. Pues, ¿cómo podemos ponerle precio al amor? El amor puede ser exigente porque tiene un costo. Cualquiera que trate de dar siempre lo mínimo, no ama, porque aún cuando amamos a Dios, a un amigo, a los niños, a la esposa, a los familiares, a la iglesia o hasta un enemigo, el amor requiere lo máximo, no lo mínimo. Por eso es que debemos amar a Dios verdaderamente para poder diezmar con el espíritu correcto. La devolución de los diezmos requiere cierto nivel de generosidad con buen espíritu o un compromiso que se puede adquirir sólo por medio del amor. En vez de preguntar, ¿puedo darme el lujo de diezmar?, quizá deberíamos preguntar, ¿amo a mi Dios lo suficiente como para tratar de darle lo mejor de mí y de mis tesoros?
Cuando damos por un sentido del deber, decimos: "doy porque debo dar". Cuando damos por temor, decimos: "Doy porque es mejor que de". Cuando damos porque esperamos algo a cambio, decimos: "Doy porque me conviene". Cuando damos porque amamos, decimos: "Doy porque quiero dar". "Doy porque esta persona, este Dios, esta iglesia, esta causa, significa algo para mí". Lo que me duele no es que es el momento de dar ni la cantidad que voy a dar, sino que no puedo dar más. Porque me interesa, quiero dar lo mejor de mí.
EL MAS GRANDE DADOR
Cada vez que empecemos a quejarnos acerca de qué o cuánto Dios nos pide, debemos recordar que Dios no nos pide más de lo que nos da. Servimos a un Dios que nos da lo mejor. De día, Dios nos da el sol, la mejor luz. De noche, Dios nos da la luna y las estrellas, las mejores guías a través de la oscuridad. Cuando tenemos sed, Dios nos da la lluvia, la mejor agua. Cuando añoramos lo estético, Dios nos da un amanecer o una puesta de sol, la mejor belleza. Cuando necesitamos consuelo y fortaleza, Dios nos da el Santo Espíritu, la mejor inspiración. Y cuando necesitamos un Salvador, Dios nos dio lo mejor que tenía, a Jesús, su único hijo. Como dijo alguien: "De tal manera amó (al grado más alto) Dios (el mejor amante) al mundo (la mayor cantidad) que ha dado ( el mayor de los actos) a su hijo unigénito (el mayor regalo) para que todo aquel (la mayor invitación) que en él ( la mejor persona) cree, no se pierda (la mayor liberación) mas (la mayor diferencia) tenga (la mayor seguridad) vida eterna ( la mejor posesión)".
Dios no sólo nos dio lo mejor, sino que en Jesús, nos dio lo mejor de lo mejor que El tenía. ¿Podemos atrevernos a hacer menos que devolverle a Dios lo mejor de lo mejor que tengamos?
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