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    EL VALOR DEL HOGAR

    EL VALOR DEL HOGAR

     

    Con toda autoridad y acierto, Elena de White en uno de sus escritos recalcó que "no hay campo de acción más importante que el señalado a los fundadores y protectores del hogar. No hay obra encomendada a los seres humanos tan henchida de consecuencias trascendentales como la de los padres y las madres". ¿Por qué? Ella misma responde: "Los jóvenes y niños de hoy son los que determinan el porvenir de la sociedad y lo que estos jóvenes y niños han de ser depende del hogar" (El hogar y la salud, pág. 7).

     

    Si hay una verdad que necesita ser subrayada en el corazón y grabada en la conciencia, es precisamente la que acabamos de mencionar. Todos necesitamos comprender y revalorar, en su verdadera dimensión, la importancia que tiene el hogar. La sociedad se compone de familias y la salud física, emocional y espiritual de cada núcleo familiar determinará el estado o condición de la sociedad en general. Ninguna persona que piensa puede atreverse a desinteresarse de la condición de los hogares y el rumbo de la juventud, porque lo que está en juego es la suerte misma de la humanidad.

     

    En el hogar, cada criatura no sólo nace a la vida física; también nace a la vida afectiva, intelectual y espiritual. Ese es el marco adecuado donde debe desarrollarse armoniosamente cada fase de la personalidad de los niños. El hogar es la primera escuela. Es allí donde, en virtud de las enseñanzas y el ejemplo de sus padres, los hijos aprenden las nociones elementales sobre el misterioso arte de vivir. En forma imperceptible, pero efectiva, es allí donde se van delineando los hábitos de conducta que determinarán el carácter y el futuro mismo de los hijos. El orden, la veracidad, el respeto, la diligencia y el espíritu de valor y sacrificio, han de figurar entre las verdades fundamentales impartidas en la pequeña pero gran escuela familiar. El hogar también está llamado a ser la primera iglesia, el lugar donde se inspire el temor y el amor de Dios, junto con el deseo íntimo y ferviente de obedecerle y respetarle. No hay substituto para el altar de la familia. Si en su primera infancia, y bajo el ejemplo de sus padres, las criaturas aprenden a inclinarse ante Dios y a orar con devoción, se están echando los fundamentos de una vida de éxito. Los padres tienen la solemne obligación de señalar ante sus hijos la diferencia entre lo bueno y lo malo, a fin de que entiendan que cada acto apareja la recompensa o el castigo correspondiente.

     

    ¡Qué maravillosa oportunidad tienen los padres de amparar a sus hijos bajo las alas protectoras del amor divino, de llenar sus corazones de fe, de gozo y esperanza! Ante el cúmulo de posibilidades y bendiciones que entraña el hogar, bien podemos repetir la conocida frase de que "la mano que mueve la cuna mueve el mundo".

     

    Lo desconcertante y alarmante en este planteo, es la dramática realidad de que el hogar está en crisis. Ante nuestros propios ojos se desarrolla la tragedia del desmoronamiento de la familia. Aumenta en forma pavorosa el índice de los divorcios y con ello una serie de nefastas consecuencias. Centenares de miles, y aun millones de niños, sufren un irreparable desamparo. En su más tierna infancia muchos se ven privados del consejo, la protección y el amor de ambos padres. Por lo tanto, no debe sorprendernos que, impulsados por el resentimiento y la inseguridad, se transformen en individuos antisociales y fracasados. Aunque no siempre se admite, también es dolorosísima la frustración y angustia que experimentan los fundadores de una familia que se deshace.

     

    ¿Por qué los hogares modernos tambalean? ¿Por qué aumenta el número de parejas divorciadas? ¿Qué es lo que socava las reservas de afecto de los cónyuges y los hace fracasar en su vocación de esposos y padres? Para explicar estos hechos, algunos invocan razones económicas. Consideran que la presión de la vida moderna compromete, tanto al esposo como a la esposa, a prolongadas jornadas de trabajo fuera del recinto familiar. Se aducen, también, razones de orden social, particularmente el clima de violencia imperante, que desarraiga la planta de la bondad y del amor que debiera crecer lozana en la huerta espiritual de la familia. Por otra parte, el aflojamiento de las normas, lo que se da en llamar la nueva moral, ha hecho que para muchos la palabra lealtad y respeto de los votos matrimoniales no tenga ningún sentido. La crisis mayor, que a su vez desencadena todas las calamidades y problemas, es la de orden espiritual. Deslumbrado por las conquistas y ventajas materiales, el ser humano se ha olvidado de Dios. La fe y el amor que dimanan de Jesucristo son apenas una teoría en los labios de muchos. Y así, se pretende vivir sin contar con la dirección y bendición de aquel que es el Autor de la vida.

     

    El casamiento debiera ser el acto de depositar dos corazones, dos voluntades, sobre un altar que está encendido con la llama del amor divino; pero en la mayoría de los casos no es así. El nombre y el espíritu de Cristo están, prácticamente, ausentes en el momento de formar el hogar. Convendría recordar que el autor de la institución matrimonial fue Dios mismo. El consideró sabio y necesario la formación y unión del hombre y la mujer. Ambos, además de proveerse afecto y compañía, debían asegurar la perpetuación de la especie humana. La nobleza del origen y de los propósitos del matrimonio fueron realzados por Jesucristo en las siguientes palabras: "¿No habéis leído... (S. Mateo 19:4-6).

     

    Conociendo el origen divino del matrimonio y comprendiendo su tremenda repercusión social, tenemos el sagrado deber de hacer cuanto está de nuestra parte para evitar el fracaso de la vida matrimonial y el derrumbe del hogar. ¿Qué hacer? En primer término, conviene recordar la necesidad de que el hogar se establezca sobre una base sólida, o sea, que al formalizar el matrimonio los contrayentes hayan madurado física, emocional y espiritualmente. Los casamientos prematuros son una fuente de desgracia y amargura. No pueden resistir la prueba del tiempo y la adversidad, pues se apoyan sobre emociones pasajeras e inestables. Muchas veces lo que une a la pareja es el capricho, la pasión, la vanidad o el simple deseo de salir con su gusto.

     

    Por mucho que sea el cuidado y la prudencia con que se haya contraído el matrimonio, pocas son las parejas que están perfectamente unidas al realizarse la ceremonia del casamiento. La unión verdadera de ambos cónyuges es sólo obra de los años posteriores. Para que esa unidad se afiance y perdure, es necesario conservar a cualquier precio la confianza recíproca. Cada uno de los contrayentes debe comprender el papel que le corresponde y cumplirlo en forma leal. El hombre está llamado a ser la cabeza de la familia y debe desempeñar su función con dignidad y abnegación. Esto no autoriza el ejercicio de la proverbial dictadura masculina a fin de hacer sentir que él es el que manda. Aunque muchas veces se da el caso inverso, lo cual también es un error.

     

    A propósito, se relata el caso de Juan, que conversando con Pedro, le dijo con cierto tono de importancia en sí mismo: "En mi casa hemos convenido que cuando haya que tomar una decisión importante yo seré quien lo haga, y cuando se trate de cosas secundarias, ella las resolverá". Me parece muy bien, dijo Pedro. ¿Y han cumplido ustedes el pacto? "Rigurosamente --contestó Juan. Sin embargo, hasta la fecha se han presentado solamente cuestiones de importancia secundaria".

     

    El intercambio de ideas respecto a la administración del dinero, la educación de los hijos, los planes de trabajo y vivienda, las inquietudes religiosas, y todo eso que forma la urdimbre diaria de la vida, necesita ser compartido en un clima de respeto y confianza. Y si surge algún malentendido, es de sabios arreglar la situación sin que el enojo y el rencor socaven la relación de afecto y amistad.

     

    Si se pudiese resumir en una palabra el secreto del éxito matrimonial, diríamos que estriba en la capacidad que tengan los esposos de comunicarse entre sí, de interesarse sinceramente en el mundo del otro. Es ahí donde fracasan muchas parejas. Poco a poco se van desinteresando el uno del otro, hasta distanciarse en forma irreconciliable.

     

    ¿Cuál es la solución? El gran antídoto para contrarrestar el veneno del egoísmo es sólo uno. El gran remedio, la medicina mágica, lo que hace posible reconstruir hogares derrumbados, y de un montón de cenizas hacer surgir una llama viva y ardiente, es el amor, ese don sublime y eterno que viene de Dios. La exhortación inspirada es la siguiente: "Amados... (1 S. Juan 4:7, 8).

     

    Vivimos en una época en que para sobrevivir es imprescindible dejar prevalecer el amor. Al escribir a los efesios, el apóstol San Pablo dice: "Maridos... (Efesios 5:25). He aquí la medida del amor con que deben estar vinculados los esposos: como Cristo amó a la iglesia. Vale decir, hasta el mismo sacrificio. Cuando el verdadero amor existe en la relación matrimonial, cada uno de los cónyuges siente un intenso deseo de hacer algo en favor del ser amado. Predomina el olvido de uno mismo. No se insiste en satisfacer la voluntad y los propósitos de uno a expensas del bienestar del otro. El amor inspira al sacrificio en favor del ser amado sin pensar en obtener una retribución.

     

    La mayor necesidad que tienen los hogares actuales es la presencia de Jesucristo. Cuando él es aceptado en el corazón de cada miembro de la familia, especialmente en el de los padres y fundadores del hogar, entonces entra a raudales la paz y la alegría verdaderas. "La gracia de Cristo es lo único que puede hacer de la institución del hogar lo que quiso Dios que fuera: un medio de bendecir y elevar a la humanidad. Así pueden las familias de la tierra en su unidad, paz y amor, representar la familia del cielo" (El hogar adventista, pág. 85).

     

    Padre y madre que me escuchas, abre tu corazón a la presencia santificadora de Jesús. Permite que esa, su bendita gracia, inunde todo tu ser. Con Jesucristo, el Salvador, aun la situación más difícil se puede superar y el hogar puede convertirse en un verdadero refugio para los hijos, en medio de las tormentas de la vida. Que Dios sea contigo y te bendiga abundantemente, para que siempre tu hogar pueda estar asentado sobre ese fundamento inconmovible, la Roca de los siglos, que es el Señor Jesús.

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