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    CINCO SEMBLANTES DEL ROSTRO DE JESÚS

    CINCO SEMBLANTES DEL ROSTRO DE JESÚS

     

     

    No hace mucho, una gran ciudad se vio azotada por un terrible incendio que consumió centenares de hogares. Uno de los sobrevivientes del siniestro, que lo había perdido todo, lloraba desconsolado. Cuando se le preguntó cuál había sido su pérdida más dolorosa, respondió que no le importaban los muebles ni la ropa que el fuego había consumido; lo que le causaba tanta congoja era que las llamas habían destruido la única foto que tenía de su padre. Como había quedado huérfano a corta edad, esa foto del rostro paterno había sido su constante inspiración.

     

    A través de los años de su desarrollo había proyectado en las facciones de su padre todas las cualidades que su alma sedienta de amor anhelaba recibir. Cuando necesitaba consuelo, sentía que la plácida mirada le decía desde la foto: "Hijito, te comprendo. Ten paciencia que todo saldrá bien". Cuando su conciencia lo acusaba, le parecía que la mirada límpida de su padre se ensombrecía de tristeza. Y en sus momentos de soledad sentía que, a través del retrato de su padre, llegaban a su corazón la calidez de su compañía, la fortaleza de su carácter y la confianza en el futuro.

     

    En nuestra condición de seres humanos, bien podemos simpatizar con ese huérfano sufriente. Nosotros también pertenecemos a una raza de huérfanos, cuyos ojos jamás han visto a su Padre original. Por lo tanto, buena parte de las mejores energías de nuestra raza se dirigen a la búsqueda de alguna "foto", algún indicio que nos conecte con nuestros orígenes y que nos permita saber cómo comportarnos, cómo hacer frente a los desafíos y peligros de nuestra existencia, y darle sentido a la vida.

     

    En esta búsqueda hay voces que nos envían mensajes crueles. Nos dicen que nuestros verdaderos antepasados han sido las criaturas de la selva, la sabana y el mar. Según estas voces, nuestra cuna fue el lodo de algún pantano, abrasado por el sol y azotado por los rayos y centellas de tormentas prehistóricas.

     

    ¿Por qué nos sentimos huérfanos? ¿Será posible que los miles de millones de seres humanos que existimos ahora, así como todos los otros que han vivido antes, no tengamos padre? ¿Nadie nos engendró, nadie nos amó, nadie vela por nosotros? ¿Dónde está la foto, la imagen del rostro de nuestro padre original?

     

    En realidad no somos huérfanos ni estamos solos frente a la vida. Y nuestro Creador es un Padre amante y misericordioso que anhela que pronto llegue el momento cuando se pueda levantar el velo que de él nos separa, y venga el encuentro más maravilloso de la historia.

     

    Y no sólo anhela el momento de la reunión, sino que para guiarnos y prepararnos, para ayudarnos a crecer pareciéndonos a él, nos ha dejado su imagen grabada indeleblemente en la humanidad. Es mejor que una foto, mejor que una estatua, porque es su imagen viviente y perfecta.

     

    "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", declaró el Salvador a sus discípulos. (S. Juan 14:9.) Uno de ellos, San Juan, nos dice: "A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer" (S. Juan 1:18).

     

    Te invito a contemplar el rostro de Jesús, para ver algunos de sus detalles que son especialmente importantes y de aplicación universal.

     

    María, la madre de Jesús, fue la primera en contemplar el rostro de nuestro Salvador. Sin duda, en esos primeros momentos de su vida el niño divino reflejaba, por sobre ninguna otra cualidad, la inocencia de su naturaleza original, el fundamento moral del carácter divino. Junto con la inocencia, la expresión de su carita de bebé radiaba paz. No la paz momentánea del que duerme y en el sueño olvida sus temores y pasiones, sino la paz eterna que envuelve el corazón de Dios.

     

    No hay otras cualidades interiores que sean más preciosas para nosotros que la inocencia y la paz. La culpabilidad, esa condición universal que nos aflige, tiene el poder terrible de doblegar nuestra voluntad y atraparnos en un ciclo interminable de justificación propia.

     

    Si miramos el rostro de Jesús veremos a un ser humano como tú y yo. Pero ese ser que comparte nuestra humanidad vino de Dios y, por lo tanto, posee lo que a nosotros nos falta para ser perfectos como Dios lo es. Y en la unión misteriosa de la humanidad y la divinidad en Cristo radica la mayor promesa: la de que los rasgos del carácter de Cristo, que reflejan la gloria de Dios, están allí no sólo para que los veamos de lejos, sino para que puedan llegar a ser parte de nuestra propia vida. Jesucristo es el Portador de los atributos divinos, y al entregarle nuestra vida, él nos da la suya, que es perfecta y eterna. ¡Y a nuestro ser llegan así la inocencia y su fruto sublime: la paz!

     

    Veamos ahora otra escena de la vida de Jesús, cuando se acercaba el tiempo de su muerte en la cruz. Dice el evangelista que "cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén" (S. Lucas 9:51). Este pasaje muestra el rostro de Cristo con una expresión diferente de la habitual. Ante el martirio que le esperaba, si había de salvar a la humanidad, el Hijo de Dios "afirmó su rostro". Una expresión resuelta, decidida, se reflejaba en su semblante y en sus gestos. Aun en su actitud para con los que lo buscaban se advertía una nueva energía, un sentido de urgencia. Cuando iban por el camino, Jesús le dijo a uno: "Sígueme". El hombre le respondió: "Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre". La respuesta de Jesús puede haberle parecido un tanto brusca: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios". "Entonces también dijo otro: Te seguiré, Señor; pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa. Y Jesús le dijo: Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios" (S. Lucas 9:59-62).

     

    Al contemplar el rostro firme y determinado de nuestro Salvador ante el sacrificio, el Espíritu Santo reprende nuestra indiferencia, nuestro apego a la comodidad, nuestras prioridades tan materialistas, en fin, el egoísmo y la vacilación que contaminan nuestra vida moral. ¿Por qué hay tanto mal en el mundo? ¿Por qué el vicio en todas sus formas tiene tanto poder? Porque todos, autoridades o no, jefes y subalternos, creyentes o ateos, educados o ignorantes, vacilamos en el cumplimiento de nuestro deber. Unos por temor, otros por codicia, y los demás por indiferencia, dejamos que el mal se apodere de nuestra sociedad y de nuestra vida. Por cada funcionario honesto y heroico que arriesga su vida por combatir el mal, hay cien que cierran los ojos y extienden la mano.

     

    Frente al cumplimiento de tus deberes, ya sea las sencillas tareas cotidianas o los grandes imperativos morales, recuerda la expresión que surgió en el rostro de Jesús cuando puso su divina mano en el arado del sacrificio y la muerte en la cruz, por amor a ti. Esa firmeza, ese valor y determinación sublimes, también pueden llegar a caracterizar tus propias actitudes y conducta. Entonces llegarás a ejercer verdadero control sobre tu destino, y tu influencia sobre la sociedad que te alberga será semejante a la de Cristo.

     

    Hay otras dos expresiones en la contemplación del rostro de Jesucristo. Una, la expresión de sufrimiento y dolor indecible que embargó al Salvador en el Getsemaní y a través de su juicio y crucifixión; y la otra, la que un pequeño grupo de sus discípulos contemplaron por breves momentos en las tinieblas de una noche inolvidable. Es que ahora tendría que escoger entre la vida y

    la muerte, entre el triunfo y el fracaso, entre la honra y la deshonra, entre su propia voluntad y la de su Padre, entre su propia salvación y la nuestra. Ahora tenía que decidir si se entregaría al sacrificio para completar la descripción del carácter de su Padre celestial que nosotros necesitábamos conocer y reproducir; o si, buscando la preservación propia y afirmando su propia justicia, le daría la espalda a la cruz.

     

    Gracias a Dios, nuestro Salvador no se negó a continuar su vida de entrega hasta las últimas consecuencias. Su rostro, demudado por la angustia y manchado por el polvo de la tierra, sería pocas horas después sometido a toda clase de indignidades y malos tratos. Pero su aspecto sufriente se ha convertido en un faro de esperanza para la humanidad, la gran revelación del verdadero amor de Dios por todo ser humano de cualquier época y lugar.

     

    Hay otro aspecto del rostro de Cristo sin el cual todas las otras visiones del Salvador perderían su fuerza y su razón de ser. Es el aspecto que adquirió en el monte de la transfiguración, ante los ojos asombrados de tres de sus discípulos. Dice el relato bíblico que "Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz" (S. Mateo 17:1, 2). Momentos después, oyeron la voz de Dios que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd" (vers. 5).

     

    El rostro de Jesús resplandeció como el sol, para que supiéramos que su origen y dignidad surgen de su condición de Hijo de Dios. Y como tal, puede también restaurarnos a la condición original de inocencia, dominio propio y energía espiritual de que gozaban Adán y Eva antes de pecar.

     

    ¡Que la contemplación del rostro de Jesucristo te transforme cada día más a su semejanza!

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